Columnista
Evelyn Gómez: El cuerpo, lugar de resistencia
El cuerpo es una realidad pública y privada a la vez. Es público, porque en él prescriben las instituciones de control, las tradiciones, costumbres, hábitos relacionados con la higiene, la sexualidad, la alimentación, entre otros –nos indican cómo debemos vestirnos, qué contextura física tener, qué comer, cómo luchar contra el envejecimiento, etc. Es privado, porque la experiencia directa y personal a nivel de la vivencia y práctica, constituyen una historia singular.
En él y por el cuerpo, se realizan todas las modificaciones de los significados y contenidos adquiridos socialmente. Es la unidad en la que se da la relación cuerpo y mundo, donde se encuentran los estigmas de sucesos pasados, de él nacen los deseos, los desfallecimientos y los errores.
Michel Foucault indicaba que nuestro cuerpo está aprisionado en una serie de regímenes que lo atraviesan; está roto por el reposo, las fiestas y los ritmos de trabajo; está intoxicado de alimentos, valores, hábitos y leyes; pero también se proporciona de resistencias. Ejemplo de ellas son: los tatoo, las expansiones, la apariencia y las formas de pensar diferente, la resistencia a la maternidad, la lucha contra los estereotipos estéticos, la deconstrucción de los géneros.
Cuando vemos a alguien diferente a nosotros, más que discriminarlo, debemos entender que están haciendo resistencia a un sistema sociocultural que nos obliga a ser homogéneos –muy antinatural-. Esa lucha es un derecho, porque habla de la identidad como fenómeno inédito, singular. Si comprendemos estos actos de resistencia como fundamentos para la diversidad, entendemos entonces, que la diferencia suma en la construcción social.
Vivir como zombis, desconectados del cuerpo, significa desconocer nuestras emociones y la de los otros. Significa obedecer ciegamente a instrucciones que nos esclavizan, a pautas artificiales que marcan nuestra vida en todos los aspectos. Discriminar a las lesbianas o a los homosexuales en sus expresiones de afecto, mirar a menos a los inmigrantes o a los pobres, e incluso a aquellos que se visten diferente, implica ser parte de la formación homogeneizadora, que esclaviza a prácticas arcaicas, reduccionistas y dictatoriales.
Nos inventamos discursos para verbalizar que aceptamos las resistencias, pero en nuestro fuero interno continuamos clasificando subdesarrolladamente a quienes nos parecen diferentes. Los afros y el color de piel de los migrantes afroamericanos, el ser del transexual, la expresión del travesti, el trabajo de la prostitución, la apariencia del vendedor ambulante, el punky, el hippie, el rasta, el marihuanero, la persona de calle, las solteronas, las separadas, el esquizofrénico… todos forman parte de los padecimientos y resistencias del cuerpo. Pero para muchos, parecen criticables e intolerables.
Lo que vemos en los cuerpos de los otros y lo que padecemos internamente, habla de nuestra historia de género, de la continuidad de los mitos, de grupos oprimidos y violentados. Se nos olvida que todos formamos parte de las relaciones de poder -algunos con más o menos poder, con más o menos privilegios-, pero todos estamos sometidos a fuerzas incuestionables, que doman nuestros cuerpos, lo cercan, lo marcan, lo someten a suplicio, lo fuerzan a trabajos, exigen de él.
Los cuerpos en resistencia que despreciamos, son mensajeros que nos invitan a cuestionar a este sistema homogeneizador, que es un “simulacro” de realidad, jamás la realidad.
Las opiniones vertidas en este espacio son responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento, creencia o criterio de El Magallánico. No obstante, son valoradas, respetadas y aceptadas con una mirada pluralista, abierta al diálogo y al entendimiento del cual se ha nutrido históricamente la región, con la diversidad de nuestra gente.